Cuando un 15 de diciembre de 1966, el cansado corazón de Walt Disney dejó de latir, millones de personas lo lloraron, como reconocimiento a este genio creador, que había vivido por el más sublime de los ideales: la comprensión del mundo de los niños y de su permanente necesidad de afecto, de amor, de calidez.
“Un niño triste es la mejor definición de la tristeza”. Un 5 de diciembre de 1901, nacía Walt Disney. Hollywood ha sido y continúa siendo, la Meca del Cine. De ese mundo singular, nos han llegado, envueltos en brillantes oropeles, los llamados “monstruos sagrados”.
Y quiero referirme a uno de ellos, que no buscó el éxito a costa de la verdad, sino la verdad, aún a costa del éxito. Un hombre, cuyo talento venció todos los escollos. Porque supo volar…
Se llamó Walt Disney. Su arte sin igual, lo transformó en un pionero de los dibujos animados.
Su enfoque práctico, lo ayudó a formar una empresa gigantesca. Pero lo más valioso, es que pudo demostrar que “fama y fortuna no cambian al hombre, sólo lo muestran”.
Porque él, supo conservar encendido en su corazón, un auténtico amor por los niños y una real captación de su universo de fantasía.
Fue el verdadero precursor de un género cinematográfico, los dibujos animados, que lograron a través de la pantalla, el milagro que todas las lágrimas derramadas por sus admiradores, los niños, fueran de felicidad.
Disney tuvo un antecesor. Ya en 1920, Max Fleischer creó el payaso Cocó y años más tarde a Betty Boop, una muñequita ondulante y rítmica; y luego Popeye el Marinero, cuyo origen estuvo en una publicidad para espinacas en conserva. Luego, le agregó una novia muy delgada y poco atractiva, aunque pintoresca: Olivia.
Poco tiempo después, otro creador, Pat Sullivan, creó el Gato Félix. Y apareció Walt Disney. Tenía recién 22 años.
Y con un curioso personaje, le llegó el éxito total. Fue con el Ratón Mickey, simpático, ingenioso y cándido a la vez, travieso y atolondrado, pero valiente.
Disney le agregó “gags” musicales: pianos que bailaban, cacerolas que cantaban. Y apareció el color.
Disney transformó en un gran éxito, un viejo tema popular: “La Historia de los Tres Chanchitos”, que finalizaba con una moraleja: se salvaba del lobo feroz, solamente el chanchito trabajador, que había edificado su casita de ladrillos.
Luego llegó el Pato Donald, Cascarrabias, afónico, desdichado, en lucha con su propia torpeza.
1938, otra evolución: El largometraje con “Blanca Nieves y los 7 enanitos””. Estaba en el apogeo del éxito. Desde ese momento 2000 personas trabajaban en su empresa.
En 1940 produjo su obra más ambiciosa: “Fantasía”, con la que introdujo a miles de niños en el hermoso sueño de la música clásica.
Era común en esos años, oír a criaturas tararear el “Cascanueces” de Tchaikowski o la “Pastoral” de Beethoven. Y luego llegaron “Dumbo”, “Bambi”, “La Cenicienta” y un valioso documental: “El Desierto Viviente”.
Disney fue un ser humano de una gran sensibilidad. Quizás pensaba que la incomprensión, más que la imposibilidad de comprender, es la imposibilidad de sentir.
Sabía, sin dudas, que el dolor del niño, tiene todos los ingredientes del dolor del adulto.
Un 22 de marzo de 1955 cristalizó su máximo sueño: una ciudad encantada, pero real para los niños: se llama Disneylandia.
Cuando un 15 de diciembre de 1966, el cansado corazón de Walt Disney dejó de latir, millones de personas lo lloraron, como reconocimiento a este genio creador, que había vivido por el más sublime de los ideales: la comprensión del mundo de los niños y de su permanente necesidad de afecto, de amor, de calidez.
Y este ser humano excepcional, trajo a mi mente un aforismo: “Demos alegría a los niños, que con serlo, ya tienen su cuota de dolor”.
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